miércoles, 29 de junio de 2016

Mexicana de Aviación

John llevaba demasiado tiempo hablando con el remero. Milagros lo miraba sentada, seria, y hablaba a momentos con sus papás. Doña Agustina venía demasiado arreglada para gusto de Milagros, y don Fernando había preguntado algo fuera de lugar a John, "sólo por hacer plática". ¿Serían mis papás? ¿sería la comida?

La barbacoa restante esperaba fría en la mesa de la trajinera junto con la botella de tequila, las tortillas, la salsa roja bien picosa, la verdura y la cebolla. Ya sólo quedaba la porción que Milagros sabía que John se comería, por más que don Fernando le echara la mirada cada tanto tiempo. Te dije que no le dijeras se parecía a John Wayne, le reprochó Milagros a Fernando. ¡No se parece nada, sólo en el nombre! Dijo doña Agustina, abonando al regaño de Milagros. Además, apenas es como quince años menor que John Wayne. Bueno, bueno, yo sólo quería animar la plática. Los collares y pulseras con materiales de fantasía de doña Agustina se mecieron haciendo ese ruidito que se había notado desde que estaban en el Javelin cuyas llaves descansaban junto a la billetera de don Fernando, y donde se asomaban un billete de diez pesos y una estampa de la Virgen de Guadalupe vigilante, ante quien el padre de Milagros estaba jurado para no tomar por seis meses. El tequila era sólo para John, y llevaba ya un buen bajón, por lo que su tambaleo esporádico se podía deber al movimiento de la trajinera, al alcohol o a los choques con otras trajineras. John había estado muy bien. En el avión había sido muy platicador, en su español aprendido directo de Milagros, y que había iniciado con frases como "buenos días, señorita" o "que descanse". Milagros se había ido a EEUU de la mano de Alfonso, pero éste había encontrado otro amorío a las cuantas semanas de que llegaron. No te conviene ese muchacho. No te vayas. Le había dicho Agustina a su hija cuyo nombre había dudado que hubiera sido el correcto para ponerle varias veces, de las que ésta, en Xochimilco, era otra. Llevaba dos años trabajando para el señor John, y seis meses de que habían contratado, juntos, a María, una señora de la edad de Agustina que le recordaba a su tia Avelina. "¡Evelyna!" había dicho John animado cuando abordaron la trajinera al leer el nombre bordado con flores en su arco. "Spanish is easy, sólo agregas letras al inglés," "mira cuántos colores" "es Mehicana de Navegación" decía John pronunciando de esa forma que Agustina y Fernando habían visto sólo en la televisión. John hacía alusión al momento en que estaban para despegar hacia México, entre naves de Mexicana de Aviación, al ver los distintos colores de cada nave. Pero ahora todo era silencio. Había pasado la algarabía con los mariachis y las cuatro canciones que John había querido cantar con Fernando, y que el padre de Milagros sólo se sabía a medias. "¡Como todo!" se reprochaba familiarmente Milagros. Había pasado la marimba y la señora de las quesadillas, dejándole dos "de flor" "¡Nunca había comido flores!", había dicho John sonriente, bebiendo el elixir de origen jalisciense del que ahora restaba poco más de la mitad. Si el remero me pudiera decir de qué ha hablado con John. "¡Dos boletos, viahe redondo!" había dicho John convencido en el mostrador de Mexicana. Era la primera vez que Milagros iba a viajar en avión, pero lo que más le emocionaba era el regreso asegurado con su prometido. Ir a Xochimilco había sido planeado para hablar con sus padres, pero el embarcadero ya se alcanzaba a ver y ella solo veía la espalda de John junto a la del trajinero. Por si fuera poco, las verdosas aguas registraban la caída de las primeras gotas de lluvia, que hicieron a los tres familiares corroborar con el cielo gris. Mal presagio. Las frases para restar incomodidad al rato silencioso se habían agotado. Los quince años de la prima Dalia se habían contado hasta el detalle. Milagros quería que su madre se quitara la joyería de fantasía de cuello y muñecas. John se dio media vuelta, caminó incierto hacia la mesa, se sentó como pudo en la banca, miró a Milagros, luego a Fernando y a Agustina, y cuando regresó a ver a Milagros dijo "Nos quedamos en Méhico".

viernes, 17 de junio de 2016

Día del padre

El restaurante Los Sahuayos estaba relativamente cerca de donde vivía, en la Doctores, con su esposa y sus hijos, pero se había ido en la Gremlin por impulso, después de azotar la puerta de su casa. Cuando llegó dijo que tenía una reservación, para el señor Manuel. Haga el favor de pasar por aquí. Manuel venía enojado: había peleado con su familia, y que hicieran ese juego de palabras llamado albur con su nombre era una molesta costumbre, pero hoy, Día del Padre, llegando solo, le daban ganas de golpear al gerente que lo había recibido con esa sonrisa pícara del michoacano que había caído en blandito al D.F. Parte del atractivo del lugar eran sus platillos: pozole, flautas o sincronizadas gigantes; pero en realidad los nombres de los platillos eran lo más llamativo: mentada de madre, picadas de huevos, pellizcadas de chorizo hacían el fetiche de los visitantes, que sonreían fascinados de oir gritar al gerente aquellos alegóricos nombres cuando eran despachados, como si hiciera falta gritarlos. La Gremlin de Manuel venía fallando. Cinco cuadras, sólo cinco, y en la vuelta de Claudio Bernard a avenida Cuauhtémoc se había comenzado a jalonear, llegando casi con el impulso del enojo de Manuel. "¡Entrada de longaniza!" Los azulejos azul y blanco y el mosaico del restaurante semi vacío hacían buen eco a la voz del gerente gritón, pero hoy no tenía gracia. Los Sahuayos habían ofrecido abrir sólo ese domingo por ser día del padre, pero el lugar estaba semi vacío a diferencia de lo que Manuel pensaba: un lugar rebotando de gente, y que era por lo que apuraba a su familia para llegar a la hora de la reservación. "Ni siquiera le hubiera dicho mi nombre." "¡Mentada de madre! Gritaba el gerente agudo y orgulloso. Los gritos de su casa antes de salir se le mezclaban con este grito artesanal que ahora a Manuel se le hizo demasiado turístico. El lugar alargado y enmosaicado tenía sólo 20 por ciento de ocupación, igual que su propia mesa: su hija, sus dos hijos y su esposa se habían quedado en casa y sólo lo acompañaban en las fotos de su billetera, ahí sí, sonrientes. "Te hice pozole, para que no gastemos tanto." "¡Torta de salchicha en su mes!", gritaba el gerente antes de, con la misma impudicia, regañar y nalguear con fuerza a uno de sus cuatro hijos pre adolescentes, con unas nalgadas de desahogo personal más que de corrección. "¡Te dije que había reservado en los Sahuayos, ¿por qué se hace lo que todos dicen en esta casa?!" Lo que todos dicen. Él mismo se lo repitió, Manuel, nombre sin albur.

La Gremlin arrancó jaloneándose de regreso hacia la calle de Doctor Andrade, donde lo esperaba un pozole y él llevaba cuatro disculpas.

lunes, 13 de junio de 2016

Victoria


Ernesto había llegado a la Ciudad de México en enero de ese año, 1957. Su padre tenía que trabajar en la capital. Por varias semanas, el chico de trece años había estado deprimido por el cambio. Un gran cambio. Autos y más autos. Bocinas. Arrancones. Enfrenones. La prisa. La radio con su bombardeo de publicidad y sus noticieros. Nada de lo que él tenía por costumbre en Puebla: aquí pululaban los hombres de gris, trajeados, fumando, con sombreros y un pañuelo en el bolsillo del saco. Los sábados sus padres lo llevaban invariablemente al centro y los domingos al Zoologico de Chapultepec. En su adolescencia manifiesta –al parecer sólo para él–, ya estaba un poco cansado de ir al zoológico desde hacía siete meses. No sabía cómo pedir a sus papás que lo llevaran a otro lado, o simplemente que se quedaran en casa a descansar. Desde un par de meses atrás, Ernesto estaba enamorado. En secreto. Había sido en uno de los recorridos con sus padres donde la había conocido. El flechazo de aquél ángel sin arco ni flecha había sido instantáneo. Su emoción lo hacía llegar hasta las lágrimas. No podía disimular con sus padres ahí siempre, y aún así ellos pensaban que la emoción era simple admiración y ellos sólo admiraban su sensibilidad. "Quizá vaya a ser artista," se decían en secreto ante la intriga compartida. Pero para el chico había dos problemas distintos que la intriga de sus padres. Su amada estaba en un sitio demasiado alto para él, y la otra, ella era una estatua. Pero para Ernesto estos problemas eran solamente retos a superar, como sabemos todos que pasa con el amor. Había tomado una decisión, subir por la columna y llegar hasta arriba, con su amada, llamada Victoria. Ya estando arriba, todo podía pasar en la soledad airada de la noche del domingo. La cita quedó acordada en un intercambio imaginario de mensajes el sábado cuando él pasó por Reforma, con sus padres. "Hoy no contemplaste al Ángel", le dijo su madre. Ernesto negó con indiferencia disimulada. Lo cierto era que ya sentía el pudor de ir con sus padres y justo ese 27 de julio el sentimiento había llegado al tope, junto con la necesidad de estar cerca de ella. A sus papás les daría cualquier explicación de su ausencia de casa. El plan estaba trazado, y así se fue a intentar dormir. Casi minutos después, por la madrugada, un terremoto lo despertó. Sus padres entredormidos pero alarmados encendieron la radio, y la primer noticia que se escuchó fue la caída del Ángel de la Independencia. Los ojos de Ernesto casi se desorbitaron. Su salida de casa fue intempestiva e inexplicada. Sus padres no alcanzaron ni a gritarle. Corrió los dos kilómetros que lo alejaban de Victoria, al llegar adonde estaba el monumento vio la columna vacía, se acercó más, entre la zona acordonada y curiosos noctámbulos la vio, estaba postrada en el pavimento, aquél que servía como tapete para tantos autos, y que ahora era un negro lecho para sus varios pedazos dorados. Su gran tamaño, su desmembramiento y su cara abollada impresionaron a Ernesto, pero nada de esto impidió su compasión, su conmoción: Victoria había descendido para su cita con Ernesto, y él podía morir cuando fuera.