jueves, 29 de septiembre de 2016

Rita en el Gabriel Figueroa

Paso por la calle de Yucatán, aún está la taquilla. Llegan los recuerdos. Estábamos en el cine, el Gabriel Figueroa, comprando dulces y palomitas de maíz antes de entrar a ver la película. Ella con su novio, yo con la mía. Coincidíamos seguido, vamos, una vez por año, desde muy jóvenes. Yo me acordaba de ella, porque era famosa; ella no tenía por qué acordarse de mí. Ella era atractiva sin esforzarse, y yo con esmero y benevolencia llegaba a ser acaso de un aspecto promedio. Yo estudiaba de 4º o 5º semestre en la universidad cuando la conocí con su grupo de rock y cuando la vi en el cine era un simple empleado de gobierno. Los sitios donde tocaba con su grupo eran accesibles por democráticos, no de mala muerte, ni mucho menos, porque siempre he dicho que hay algo de fresa detrás de un roquero, pero eran sitios donde no se cobraba “cover” ni te obligaban a beber, ni había cadeneros seleccionando quién por su aspecto tenía derecho o no de entrar.
Como todos mis amigos, yo juraba que Rita, como se llamaba, me miraba cuando cantaba. O era mi deseo, o mi trampa, pues a fuerza de coincidir su grupo y mi presencia, yo sabía dónde ubicaba su mirada y me paraba ahí. Seguro sus ojos veían sólo la negritud mientras cantaba, porque la gente no era iluminada o porque ella no la miraba. Sólo Rita recibía la luz, azul o morada, y acaso el resto de su grupo. No me atraía en un sentido romántico ni erótico, pero su persona tenía magnetismo y a la vez era alguien con quien hubiera podido tomar clases en el mismo salón. Pero Rita hacía su música y se daba oportunidad de colaborar con causas a favor de la gente que más necesitaba, los desaventajados.

Y ahí estaba con su entonces novio comprando dulces como yo, y esperando la misma película que íbamos a ver yo y mi novia. Cuando le dieron sus palomitas no sabía que había pedido lo que prácticamente era una cubeta que miró con risa y sorpresa, su novio, músico de su grupo, se limitó a hacer un gesto de extrañeza y no comentó nada. Rita preguntó si no se habían equivocado con el cubetón de palomitas, y el empleado dijo que así era. Le dije riendo que si quería yo pedía sólo mi propia cubeta y me compartía la mitad de sus palomitas. Se rio, la risa la dobló, una risa genuina, yo reí también orgulloso al fin, no sólo porque ahora sí estaba seguro de que me había visto, sino porque había reído de algo que yo había dicho. Luego cada quién entró a la sala, con su pareja, en aquella sala oscura que no proyectaría luz morada ni azul, sino todos los colores de la película.

Años después volvimos a coincidir. Ella llevaba a su hijo a la misma escuela que yo a los míos. Ella se quedó con el novio músico que estaba en el cine Gabriel Figueroa. Yo también con quien iba aquel día del chiste malo y la risa espontánea. Era como si aquel indiferente empleado del cine nos hubiera dado cierta bendición juntos con sus cubetas rebosantes de palomitas, y como si el cine hubiera sido cierto templo –que lo era–. Pero ella murió, de cáncer de mama, dejando un hijo, a su novio-esposo, su música y sus obras por los desaventajados.


Ahora paso a pie, porque soy sólo alguien de a pie, y veo el cascarón de aquel templo, el cine Gabriel Figueroa, vuelto estacionamiento; y de la dulcería que expedía cubetas enormes no queda ni rastro, ni del empleado dulcero; menos de mi chiste, aquél que la hizo doblarse de risa.

martes, 13 de septiembre de 2016

Atlantis


A Rubén le gustaban mucho los recalentados, como a casi todo mundo. Decían que el concepto era la negación de los mexicanos de que se acabara la fiesta. Rubén pensó que antes de que su esposa lo llamara para avisarle que el pozole estaba servido otra vez, podía dar un paseo por el parque. El paradero del metro Tacubaya lucía como si hubieran puesto una capa de grasa sobre su piso y había una cantidad de puestos de lámina que nunca había notado, quizá porque hoy estaban cerrados. Las calles tenían basura de la noche anterior, pero a los pocos paseantes –unos aún tambaleantes–, esto no parecía importarles. Al llegar al parque de la Tercera sección de Chapultepec recordó los años en que ejercía como payasito de fiestas infantiles. Chaquetín se había puesto, inocentemente y para burla eterna de sus compañeros de gremio. Se había puesto así por la distintiva chaqueta amarilla que lo había vuelto el payaso más solicitado del parque, y no entendía el chilango juego de palabras, pues venía de Monterrey. Pero eso no importaba. Importaba que su zona estaba ocupada por un extraño monstruo, una construcción enorme y desolada, que se hacía llamar “Atlantis”. Nadie parecía trabajar ni querer entrar ahí. Chaquetín rodeó el sitio, era justo donde él recorría para ser visto y contratado. Comenzó a caminar con frenesí. Recorrió tan rápido como pudo el parque, con menos gente de la acostumbrada. Sólo algunos jóvenes descansaban junto a los árboles, algunos en pareja, varios con peinados de colores intensos ¿se estaba llenando de payasos el parque? No tenía muy presente al museo Tamayo, era de esas cosas que sólo hasta que vuelves a ver recuerdas. Pronto se vio en Paseo de la Reforma. Caminó en automático. Su prisa era notoria si alguien se fijaba en él. No quería ser reconocido, pero tampoco podía bajar la velocidad. El Auditorio Nacional estaba ahí para su respiro, sin embargo el edificio era diferente de aquel en el que Calcetín se había presentado. Ya no era Chaquetín, porque en televisión no podías llamarte Chaquetín, dijo alguien, nunca supo quien, pero la fama y el dinero habían sido el contrapeso del doloroso cambio de identidad. El cielo miraba a Calcetín. Sus nubes grises cerraban, pero él sabía que tenía que ir a la televisora. ¿20 minutos? Ese pozole siempre tardaba, era parte de su sabor. Julia se tomaba su tiempo, como con todo en la vida, incluso cuando esperó a que se le bajaran la fama y el alcoholismo, prueba máxima para su paciencia. Los pies dolían. Ya no era lo mismo. Ni cuando llevaba los grandes zapatos rojos que lo acompañaron por años en sus andanzas tras las fiestas, le habían dolido tanto. Televicentro no tenía marquesina, ni puertas de cristal con marcos dorados: en su lugar, enormes pósters entre los que estaba otro payaso que no era él, éste con pelo verde y sobrepeso. Su sorpresa se le mezclaba con la idea de una posible pesadilla. ¿Qué hacía ahí otro payaso? Saludó educadamente para entrar, pero el guardia no lo reconoció, ni lo dejó pasar. Él sólo quería ver que los estudios sí fueran los que él había dejado apenas ayer, pero el rechazo amenazante no le dejó mucho por hacer. Su kung fu estaba oxidado y no quería aparecer en los diarios causando decepción en los “pequeños”, como él les llamaba ni en sus padres. Un último reducto era ir a la “W”. ¿15 minutos? Menos. Los zapatos rojos y la lucha por salir adelante habían quedado atrás. Ahora era un payaso famoso, con un nombre equivocado. Las calles se habían ensanchado, el sentido de Revillagigedo ahora le venía en contra. El cielo oscurecía. ¿Qué broma era ésta? Él se encargaría de desenmascarar al responsable, seguro Méndez, del sindicato, que siempre tuvo envidia de su ascenso. Quizá lo encontraría ahí, en la “W” con su sonrisa que lucía estúpida aún sin llevar pintura. “Pastillita” se había puesto, ése sí era un mal nombre. Su golpe favorito de kung fu estaba preparado. Al llegar a la estación de radio los pies palpitaban, la respiración faltaba, “ojalá Méndez no esté”. Había una patrulla, estacionada con la torreta encendida y algunas personas al lado, buscó a Pastillita, pero sólo estaban dos policías y una mujer, que no parecía sorprendida de verlo. “Vámonos, Rubén, se enfría tu pozole.”