lunes, 24 de octubre de 2016

En Álvaro Obregón y Orizaba.

Pedro Venero llegó a México porque tenía un sueño y un secreto. Por éstos salió de Cuba, y más por una cierta congruencia que por escapar de su tierra, a la que amaba. Pedro Venero hacía piruetas en su bicicleta y en secreto tocaba jazz con su trompeta. Sus amigos más allegados le decían el Miles Davies cubano cuando podía tocar sus canciones sin que los puristas y los fieles al régimen lo vieran con recelo. También tocaba son o guajira, con el mismo gusto pero sin la pasión oculta con que escuchaba y reproducía los sonidos de Kind of Blue. La bicicleta había sido un gusto adolescente, otra facilidad como la de jugar béisbol. También le decían el Willie Mays cubano, y eso lo confundía, ¿Miles Davies o Willie Mays?. La bicicleta no le daba conflictos de identidad ni sociales y por ello la practicaba con gusto y desenfado. Así fue como aprendió, sólo por ver y sin instrucción, las más sorprendentes suertes. Y ocurrió que Pedro Venero salió de Cuba y llegó a México, buscando, por la agilidad diplomática, facilitar un tránsito hacia Nueva York, sabiendo que allá no lo confundirían con Willie Mays, y buscando hacer algo parecido a Miles Davies. Pero el tiempo le pasó en México a Pedro Venero. Buscando trabajo como trompetista encontró sólo como acróbata ciclista. Y buscando hacerla en Nueva York se enamoró de una mujer de Coahuila. “Los sueños no importan cuando tus logros te llenan”, le decía doña Antonieta a Pedro Venero, su hijo. Y nacieron Hortensia y Perico, mexicanos y orgullosos de su papá piruetista, que actuaba donde fuera, donde no lo corrieran, donde pasara mucha gente para que tuvieran oportunidad de detenerse y que la conciencia les hiciera dejar una compensación por ver a aquel negro ahora corpulento burlar a la gravedad. “Mis amigos allá en Cuba dirían que me parezco a Louis Armstrong”. La Alameda era buena opción para actuar con la bicicleta cuando no estaba el gitano del oso, aquel que salía en películas e historias de gitanos, aún años después de dejar de existir. Y en la búsqueda de sitios con tránsito de gente no apresurada se había encontrado con parques como la Ciudadela, el parque América en Polanco, la plaza de Coyoacán, algunos con gente con más tiempo, pero con menos dinero, otros con gente, pero que no paraban para ver al gordo sobre su bicicleta de trabajo. Avenida Álvaro Obregón sonaba como un justo medio socioeconómico y en distancia, pues Pedro Venero vivía con su familia en el centro. Y de Álvaro Obregón, la esquina con Orizaba resultaba lugar perfecto, un poco por lo ideal del sitio y el público, otro poco porque se encontraba frente a un restaurante bar, D’Alfredo’s, así, con doble posesivo, uno italiano y otro inglés, quizá para que no haya duda de que era lo más próximo a la idea que Pedro Venero tenía de Nueva York y que inconscientemente le refería también a Cuba, pues en él había comida internacional y un piano donde se tocaban boleros y jazz acompañados siempre de doña Carmen en la voz. Pedro Venero pasaba por el restaurante cuando la colecta había ido bien y pedía un café, bien cargado, claro: tipo americano, y claro, no era tan fuerte como el de Cuba. Y Pedro escuchaba las baladas aquellas y pensaba en su madre y su idea de los sueños, y se preguntaba si con su esposa y sus hijos y su trabajo en la bicicleta había cumplido estos sueños, y si ese lugar era en verdad como los cafés en Nueva York. La mujer, doña Carmen, se veía afable, aproximable, a pesar de su voz grave y su forma de plantarse junto al piano.


Pedro Venero invitó a su familia una noche de viernes al restaurante bar D’Alfredo’s, con su doble nacionalidad en el posesivo de su nombre. Doña Lucha, la esposa de Pedro Venero, no sabía del lugar, ni siquiera lo había advertido las tres o cuatro veces que había pasado por aquella esquina de Álvaro Obregón y Orizaba. Pero eso no era lo importante, lo que preocupaba a doña Lucha era cómo Pedro Venero pagaría aquella cena. Los santos en la entrada de su departamento nunca los habían abandonado, pero esto parecía demasiado. Pedro Venero notaba la preocupación de su esposa, pero se limitó a decir que volvía en un momento. Hortensia y Perico miraban el menú, su antojo por los platillos descritos ahí era proporcional a su admiración por el lugar semi oscuro, con esa atmósfera que lo aislaba de la calle, del país, y lo volvía único en su combinación de aromas, colores y sabores. Doña Carmen, con su voz grave y temperada, anunció el debut de Pedro Venero en la trompeta: Pedro Venero, que no se parecía a Louis Armstrong, pero tenía mucho de él.

miércoles, 5 de octubre de 2016

Johnny Rocket’s Polanco

Helga sabía que era el lugar, el momento. Que nadie evitaría su presencia ahí, en Johnny Rocket’s de Polanco. Había sido algo cíclico visitar aquel lugar. Algo tenía de fascinante, no necesariamente por las hamburguesas y las malteadas, que eran buenas, ni porque los meseros bailaban y hasta cantaban de vez en cuando, seguro contra su voluntad pero con una firma irrevocable, a pesar de haber sido escrita en una pluma Bic, y en un contrato engrapado a una solicitud de empleo de papelería. Helga sabía que era el lugar y el momento. Pero no sabía por qué. Stand by Me se oía al fondo, lejana. Recordaba haberla puesto en la rockola una de las veces que fueron, cuando había risas, caricias, cuando le gustaba regresar a su casa conservando el aroma de David. Ahora era 17 de agosto y había quedado de verse con él ahí, después de un estira y afloja donde nadie había ganado y ambos habían tenido que ceder en muchas cosas. Llevaban tres años de novios y algo había estropeado la relación. Él la culpaba en todos los sentidos: porque ella había permitido que se entablaran en el hastío, porque ella había traicionado su confianza saliendo con Marc, su ex novio; porque ella le había echado a perder la hombría y el auto concepto, esto último dicho con gritos ensordecedores. Y ahí estaba, esperándolo, no sabía bien para qué. ¿Dónde nacía esa necedad que nos hace volver a ver a alguien sabiendo que no funcionarán las cosas? Johnny Rocket’s, con toda su inocencia cincuentera para vender hamburguesas caras, era un lugar ajeno a la densidad de la relación de aquellos dos. Helga ya no quería ver a David, pero ahí estaba. Él había cambiado con el paso de tres años, o había mostrado su verdadero yo, un yo violento hasta lo irreconocible, tanto que en verdad Helga había extrañado a Marc, que sus defectos se le hacían boberías, y que su insistencia en regresar juntos se le había vuelto una tentación, porque quizá también buscaba protección. David había golpeado cosas primero, luego a ella. La vergüenza le había impedido contarlo, y los golpes no eran visibles como para que estuviera obligada a hacerlo. ¿Entonces qué hacía ahí? ¿En verdad eran el lugar y el momento? Helga se miró las manos. No concebía que esas manos volvieran a tocar a quien la había dañado con las veinte justificaciones que decía tener. Un temblor en el cuerpo la hizo darse cuenta de que había cierta alienación con su propia piel. Cerrando los ojos respiró profundo. No podía ser. Miró sus pies. Ahí estaban, pero al mismo tiempo no pisaban. Se escuchaba a lo lejos a Frankie Valli y los Four Seasons y las palmas de la mano de meseros en el fondo desganados, pero Johnny Rocket’s no existía más. Le llegó un impulso por llorar. ¿Qué hacía ahí, si ya ni siquiera estaba Johnny Rocket’s? Y el recuerdo del olor a sangre, su propia sangre. Mejor vamos al cine y cenamos después, le había dicho David. Pero ya es tarde, le había contestado Helga. Vamos, estarás bien. Helga había vuelto con Marc. Quería decirle a David que era la última vez que se veían. Se lo dijo recién subiendo al Caribe color shedrón que tantas veces había hospedado sus besos apasionados en distintos sitios de la ciudad y del país. Johnny Rocket’s era el símbolo del principio y del fin, por eso había accedido a verlo ahí, ahora recordaba. Nunca imaginó ver una pistola en ese Caribe. Estaban en una de las barrancas de Santa fe, fue lo último que vio y su fantasma lo recordaba. Era el momento y el lugar, pero no en este año, y siempre iba a preguntarse qué hacía ahí, si ya ni siquiera existía ese Johnny Rocket’s de Polanco.